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Cuando la mitra sobra

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Benjamín Forcano *

Benjamín_FrocanoEl poder, cualquiera que sea,  impide ser persona. Porque ser persona es situarse en plano de igualdad con  los demás, en tanto que ser poder significa ponerse por encima para dominar. El poder lo detestamos todos y desazona a los que lo ejercen, no hace feliz a nadie, pues obliga a ser lo que uno no es y a obrar en contra de sí.

Sin embargo, apenas se dan en la historia casos de quienes voluntariamente  renuncian al poder. Y eso, se trate de un  poder civil o religioso. Es un veneno que mata, pero casi a nadie se le ocurre evitarlo.

¿Cómo ocurre cuando esto se da? ¿Qué valor de mayor cuantía se apodera de la persona cuando renuncia al poder?

Un día de 1991, Nicolás Castellanos hizo un alto en su camino: miró la mitra, que le confería rango episcopal, la desestimó y la aparcó en su vida. Con ese gesto, este español leonés, obispo de Palencia por 13 años   (1978-1991), decidió truncar su carrera y darle otro rumbo.

Entendí haber descubierto el secreto de este obispo cuando pude leer estas palabras suyas: “Llegó cierto momento en que mi amistad con Jesús  me llevó a poner en la práctica lo que siempre había predicado: la opción por los pobres. Además, pesaba en mí el imperativo cordial de Agustín de Hipona: Sólo preside el que sirve. No me veía  de pastor-obispo siendo mayor”.

El obispo Nicolás expresaba con hechos lo ocurrido: se bajaba de la peana para estar a ras del pueblo, dejaba el mando por el servicio y rechazaba cualquier rango mayor.

Pero yo quería avanzar y descubrir la clave que daba sentido a estos hechos. De nuevo, lo vi reflejado  en sus palabras: “Mi renuncia era una consecuencia de mi pasión por Jesucristo y de mi pasión por la justicia en el mundo”.

El secreto estaba desvelado. Pero, yo me seguía preguntando: ¿Es que Nicolás vio de golpe lo que nunca antes había visto? ¿Se dio cuenta en un instante de llevar un camino equivocado?

La decisión no fue de un instante, como si la realidad de los pobres  lo hubiera convertido. No se veían en él fisuras de ese tipo. Para él, había un elemento especial, de continuidad, que valía para trabajar en Palencia (NORTE) como pastor, o en Bolivia (SUR)  como misionero. Ese elemento estaba dentro, y aunque en situaciones diversas, le guiaba con la misma luz y energía.

Pero, claro, no es lo mismo en un lugar que en otro, pues en el Norte se da el bien vivir a costa del mal vivir del Sur: “Nada más pisar América Latina me asaltaba esta pregunta: ¿dónde dormirán  esta noche los pobres? ¿Cuándo dejará la pobreza de ser la ignominia de la humanidad?”. Y estar en América Latina, en el barrio marginal de Santa Cruz de la Sierra, suponía estar entre un 60 % de pobres y con un 40% que viven en la miseria. El espíritu sería el mismo, pero se enfrentaba a una realidad distinta: en Europa los pobres son 30 millones y en el Tercer Mundo son 1.000 millones los que viven en condiciones de extrema pobreza.

Muchos aprobarían la decisión de este obispo, pero acaso  dirían o pensarían: ¿y qué va a hacer ahora? ¿Podrá hacer algo relevante que cambie la situación de esos pobres o estará a su lado para acompañarles con  la oración, la resignación y la paciencia? ¿No hará lo que la mayor parte de los obispos y de los curas: no contaminarse con la política, establecer alianza con los poderosos, no  mezclar la fe con la vida pública y no pretender que ya ahora, el reino de Dios, que es un reino de justicia y amor, se haga realidad en el día a día dando más y mejor vida a los que no la tienen?

Era un desafío. Pero el obispo lo tenía asumido y le tocaba ahora realizarlo entre los pobres: “Hay que rescatar proféticamente”,  me decía en una  entrevista, “el ejercicio honesto de la política en beneficio del bien común, de los pobres, evitando caer en las simas de la corrupción. Crear escuelas, hospitales, espacios para el tiempo libre, forma parte del anuncio liberador de Jesús de Nazaret”.

No sólo Marx sino el mismo concilio Vaticano II denunciaba que muchos de los creyentes por una fe infantil, una manera deficiente de exponer la doctrina y por las contradicciones de su vida religiosa,  moral y social han velado más que revelado el rostro auténtico de Dios” (GS, 19).

La religión había sido no pocas veces opio que alienaba y descomprometía a los fieles, pero podía ser también fuerza  transformadora y liberadora: “La Iglesia”, me añadía, “debe saber estar en la sociedad civil, sin más poder que el de educar en valores, en cuestiones de sentido, de derechos humanos, del cuidado de la naturaleza, de las causas de las justicias y atención a las personas más vulnerables”.

Desde 1991 en que llegó a Bolivia,  en apenas 20 años, este misionero sin poder, sin dinero ni organización ni medios propios, ha logrado realizaciones que pueden servir de estímulo y ejemplo para muchos, también para  líderes sociales y políticos: gestiona más de 100 colegios, concede becas a 500 universitarios, monta 1 hospital, 5 comedores infantiles, 2 centros de día para niños trabajadores,  1 hogar para invidentes, 1 vivero de microempresas, etc.

Sin poder ni dinero propio, pero sí con la utopía indomable de que el mundo puede ser otro. Y eso se ve, se demuestra con la vida y los hechos.

Y entonces llega el reconocimiento: Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 1998, Premio Valores Humanos de la Comunidad de Castilla y León 2002, Medalla de Oro al Trabajo por el Gobierno español de Rodríguez Zapatero  en2006.

Y llega la ayuda y la solidaridad, convertida en cambio liberador  y progreso para los más pobres: Ayuda de las autonomías, diputaciones, ayuntamientos, empresas….

“Pese a muchas ambigüedades políticas, sociales y económicas, la Iglesia aquí -remataba al final de mi entrevista-, en América Latina, sigue al pie del pueblo, de los excluidos y empobrecidos, proclamando la justicia social, las libertades, el estado de derecho y la opción por los pobres, hasta derramar su sangre por ellos”.

(*) Benjamín Forcano es sacerdote y teólogo claretiano.

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